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Desde la página de rescate de la memoria de internet archives.org les traemos un cuento publicado en la sección «Chile con Carne» de una página creada en el año 1996, cuyo autor no se identifica pero explica que es una historia de ficción. En Gozadores no adherimos a algunos comentarios y prejuicios sobre la gente de la etnia mapuche, expuestos en esta historia.

La mamá

La mañana estaba tibia y despejada. Mi mamá (Isabel, 60) había terminado recién de regar. Preparé el desayuno y lo serví junto a los rosales que a ella le gustaban. El resto de la familia había salido temprano, lo cual creó la intimidad para que conversáramos sobre detalles familiares, algunos de los cuales yo desconocía. A los 17, cuando me había ido de la casa, no me importaban los antepasados, ignorarlos no me preocupaba. Pero después de tantos años se me había despertado inevitablemente el deseo de reconstruir mi memoria perdida. Como yo era hijo único del primer matrimonio de mi mamá, nunca había sentido lazos estrechos con mi padrastro, ni mis medios hermanos. Yo tenía siete años cuando ella se había vuelto a casar, yo me había quedado a vivir con mi abuela materna. Este hecho no había sido casual, era ella la que me había criado desde los dos años.

Mi mamá se había separado porque sorprendió «in fraganti» a mi papá culeándose a una empleada un día temprano por la mañana. Era tipista en un diario y se había quedado sin trabajo porque había sido rompehuelgas en un conflicto que había ganado el sindicato. Así fue que mi mamá, que trabajaba de cajera en una oficina de correos, era la que pagaba los gastos de la familia. Mi mamá dejó la taza de té en la mesa para decirme que lo peor de todo era que la «camita» donde yo dormía estaba al lado de la cama matrimonial, donde mi papá se estaba culeando a la empleada. A mi mamá se le había olvidado un documento importante y había tenido que volver a casa a buscarlo, lo cual hizo suponer que no era la primera vez que pasaba, sino que seguramente ocurría hacía meses, desde que él se había quedado sin trabajo. Entonces, indignada y humillada, me tomó en brazos y partió de vuelta a casa de su madre, mi abuela, de donde tres años antes se había ido jurando no regresar jamás.

De esa manera había sido como mi abuela se había transformado en mi mamá número dos, y posteriormente número uno, porque mi mamá salía temprano en la mañana a trabajar y regresaba tarde a comer y dormir, mientras la abuela trabajaba como modista en nuestro dormitorio, y llevaba los asuntos de la casa. Su marido, el abuelo Luis, era empleado en una empresa de pompas fúnebres. Resultó que él no había sido mi verdadero abuelo materno. La abuela, cuando tenía 15 años, se había enamorado de uno de los hijos del dueño del fundo, donde el bisabuelo era capataz. Él había tenido hijos e hijas (una de las cuales había sido la abuela) con un montón de mujeres; las mantenía en un rancho que le había dado el patrón.

Según mi mamá, cuando el abuelo natural se había enterado del embarazo, se había querido casar con ella, pero el patrón no los había dejado, y le había ofrecido dinero para mantenerla. Toda la gente del fundo lo consideró un ofrecimiento magnífico, excepto la abuela que era orgullosa; después del parto se fue sola con la guagua a un pueblo cercano y se sentó en la plaza, frente a la estación de ferrocarriles a esperar un milagro que la socorriera.

Apareció el abuelo Luis que tenía 23, trabajaba de telegrafista y vendiendo los boletos en la ventanilla de la estación. Desde allí él la había visto sentada todo el día esperando a nadie. En la tarde, al final de la jornada él salió a preguntarle quién era y a quién esperaba. La abuela le contó su historia y no se volvieron a separar hasta que al abuelo, una semana antes de jubilarse, le dió un ataque al corazón. Yo tenía diez años. El dueño de las pompas fúnebres regaló un funeral de primera. Mucha gente vino al entierro, el abuelo Luis era buena persona. El se había enamorado de ella al tiro, apenas la vio de cerca. El también era una oveja negra en la familia, por eso se había ido de la casa a los 18 años. Su papá, que tenía plata y propiedades, lo había desheredado. Formaban una pareja perfecta. Se casó con la abuela y le puso su apellido a mi mamá para que no quedara inscrita como hija natural.

La abuela se compró una máquina de coser, con unos préstamos que daban en ese tiempo, y se dedicó al oficio de modista, que aprendió de un vecino sastre que la contrataba de vez en cuando. Agregado ese sueldo al del abuelo les alcanzaba sin problemas. Pero él tenía un defecto, le gustaba jugar plata; por eso el padre lo había echado de la casa. En general era un hombre tranquilo, que sólo le gustaba salir con los amigos a tomarse unos tragos, hasta que de pronto lo asaltaba el deseo irresistible de jugar, y se lo jugaba todo. Así ocurrió en una partida de brisca, donde dilapidó el salario del mes, más los ingresos de la estación. Tuvo suerte que después del desfalco lo echaran y no lo metieran a la cárcel. El jefe de estación era un conocido de su familia. Mi mamá tenía cinco años cuando se quedaron en la calle. Perdieron todo, excepto la cama y la máquina de coser, un detalle humanista que había contemplado el legislador de la época.

Con este equipaje llegaron a Santiago. Un hermano del abuelo les había prestado algo de plata, con la que pudieron arrendar una pieza. Este percance, que curó al abuelo para el resto de sus días de sus ímpetu de apostador, retrasó la posibilidad que tuvieran un hijo. Tuvieron que empezar de nuevo en la ciudad. El trabajo en las pompas fúnebres había significado una salvación, porque pudieron comprarse una casa a crédito. Sin embargo, pasado el período crítico, al decidirse a tener un hijo, la abuela tuvo una pérdida que se complicó por la mala atención médica, y el resultado que tuvo que ser esterilizada.

Mi mamá tiró unas migas al suelo, dos gorriones bajaron a picotear el regalo. Pensé en el drama de los abuelos, que me habían querido tanto, cuyo secreto dolor había pasado desapercibido para mi inocente egocentrismo infantil. Pasé a ocupar el lugar del hijo que ella no había podido tener. Su relación con mi mamá, que la odiaba, fue hostil y estricta hasta que la enfermedad la liquidó. Conmigo fue bondadosa y tolerante. No pudo superar la muerte del abuelo Luis, era lo único que tenía en el mundo.

Desde entonces empezó a sufrir trastornos físicos que combatía recetándose ella misma, asistida por un empleado de la farmacia del barrio. Al año después que mi mamá se había cambiado de casa, le vinieron unos temblores en el brazo izquierdo y se quejaba todo el día del dolor de cabeza. De esta manera comenzó su peregrinaje de años por las catacumbas del sistema hospitalario santiaguino, que culminó en el hospital psiquiátrico donde tenía una de sus consultas un connotado neurólogo-cirujano, que luego fue nombrado director del establecimiento., por su brillante carrera. La atención que él realizaba en el hospital psiquiátrico era una obra caritativa. En su consulta privada ganaba más que suficiente. Durante la primera visita, tras observar durante unos minutos el grueso dossier de exámenes y recetas, le dijo a la abuela que tenía Parkinson.

El siniestro diagnóstico le sirvió a la abuela para asumir una enfermedad definitiva, y al doctor para continuar sus investigaciones científicas, que en aquel tiempo consistían en abrirles el cráneo a los pacientes en una operación, para aplicarles una terapia en el cerebro, que los recuperaría del mal. Recordé la abuela pelada al rape, en una sala del hospital psiquiátrico, con un cuadradito impecable recortado como una calada de sandía. El doctor era buenísimo, le había estado hablando durante toda la operación y no había sentido nada. Había escuchado el ruido de la sierra no más, y un imperceptible cosquilleo en la cabeza. También, si quería, podía ver a través de un espejo la operación, pero ella había preferido que no. A la semana de convalecencia en el hospital se veía mejor y volvió a casa.

Varios meses después parecía un estropajo, al que le tiritaban las piernas y los brazos. El doctor le recetó unos nuevos medicamentos que habían aparecido, con lo que experimentó una leve recuperación. Transcurrido un año y medio él recomendó una segunda intervención quirúrgica. Creía que había localizado el origen de la enfermedad. La experiencia de la primera haría todo más fácil, por el conocimiento que había adquirido de la masa encefálica de la abuela. El cuadro clínico post-operatorio se volvió a repetir haciendo obvio que el método de trepanar cerebros no daba resultados. El detalle morboso era que dos años más tarde la había vuelto a operar por tercera vez, alegando que era el último recurso posible. Había quedado sin temblores, pero inválida y estaba perdiendo la memoria.

Serví más té y le dije a mi mamá que como era posible que ella hubiese aceptado esas operaciones siniestras. Me auto-absolví alegando que yo apenas tenía 15 años en ese tiempo. Ella me recordó que la abuela misma la había obligado a que firmara los papeles del médico, autorizando los riesgos de la operación. El doctor les había advertido que podrían haber complicaciones. Además la abuela no había sido la única paciente del doctor. Muchos otros, como la abuela, habían creído en él y habían pasado por la sala de operaciones del hospital psiquiátrico para dejarse calar la cabeza. El doctor había sido muy laborioso en aquel período. Años más tarde había abandonado sus experimentos y publicado un libro, con el cual se convirtió en una eminencia en la materia, en el que concluía que era mejor no hacer ese tipo de intervenciones.

Mi mamá contempló sus rosales donde varias abejas habían llegado a refugiarse entre los pétalos. Reconocí que era tarde para echarle la culpa a alguien. Los últimos años que vi a la abuela repetía que quería morir. Pensé en un suicidio lento y horroroso. Recordé sus últimas palabras que me susurró antes que partiera (ella murió mientras yo estaba en Ecuador). «Cúidese Manolo». Mi mamá me dijo que la vida era así, nada que hacer, no quedaba más que rogarle a la Vírgen y al Señor.

Estuvimos un rato en silencio. Le pregunté si conocía historias de mi bisabuelo capataz. Se acordaba de una vez, cuando tenía 14 años, que él había organizado una fiesta de cumpleaños para celebrar sus 75 años. Había reunido a todas sus familias dispersas en un intento de contemplar su obra carnal antes de morir. Se había emocionado muchísimo y había contado historias de sus antepasados, a sus innumerables familias reunidas en la última hectárea de tierra que le quedaba. Según él éramos descendientes de dos hermanos que llegaron como soldados embarcados desde el Callao, a comienzos del siglo dieciocho, para probar fortuna en una expedición militar al sur de Chile, que intentó aplastar uno más de los incontables levantamientos mapuches que azolaban la Araucanía cada cierto tiempo. Decían ser oriundos de Extremadura y no se sabía cómo habían llegado a Lima.

Aclaró que los indios sometidos, flojos y borrachos que habían ahora no eran ni la sombra de los mocetones salvajes que habían enfrentado los hermanos. El mayor había sido capturado en una emboscada y un indio amigo, que escapó de milagro, contó que a los prisioneros se los habían comido. Los habían desnudado, luego le habían cortado un brazo a uno y con el mismo brazo le habían pegado. La cara de miedo del torturado les daba risa, no le tenían miedo a la muerte. Después se habían comido el brazo y habían continuado con el otro brazo, una pierna y la otra pierna. Y al final la cabeza. No se salvó ningún soldado. Así había muerto don Alonso García.

El bisabuelo había contado con orgullo que don Pedro, el menor, había integrado una unidad del ejército con muchos franceses. Habían llegado en ese tiempo a consecuencia de la monarquía borbónica, iniciada con Felipe V, que había causado la unión de España y Francia en el siglo XVIII. Esa tropa de 4000 hombres había logrado entrar hasta el corazón de la Araucanía, bajo las órdenes del famoso gobernador Cano y Aponte, que finalmente decidió abandonar y demoler los fuertes al sur del Bío-Bío. Mandó fundar nuevas fortificaciones y poblados en la orilla norte. Al parecer don Pedro había tenido también incontables hijos que habían quedado repartidos en los diversos sitios por los que había pasado; pero el único legítimo se había encargado de hacer que los Garcías legales se multiplicaran.

Años después, a causa de un período de paz que hubo tras el parlamento de Negrete, don Pedro se había embarcado al sur con un grupo de aventureros encabezado por el sargento Francois Bergaret, a la búsqueda de la Ciudad de los Césares, convencidos de las leyendas que les habían contado diferentes indios. Nunca se volvió a saber de él, ni de la expedición, cuyo destino tenía tres versiones. Mi mamá insistió en que ella no se acordaba de todos los detalles narrados por el bisabuelo. Bebió té con calma, sosteniendo en la palma de la mano el platillo con la cucharita.

La primera versión decía que la embarcación había naufragado entre los fiordos del extremo sur. La otra, que tras muchas peripecias una nave mercante los había socorrido y llevado a Buenos Aires. No habían regresado por orgullo, pensando en el descrédito, pero lo más posible, según esta versión, porque se habrían embarcado en otra expedición cuyo destino era desconocido. La tercera versión había surgido años después a partir de un hecho inesperado. Llegó a la zona un comerciante francés que había pasado por Guayaquil. En una tertulia había contado que en ese puerto le había tocado socorrer de un asalto a un caballero francés y otro español que llegaban al mercado encabezando una caravana. Los bandidos, que mataron algunos de los mulatos e indios a cargo de las mulas, habían tratado de apoderarse de un cofre con el dinero, pero gracias a la intervención del comerciante, que había dado aviso a un grupo de marinos que pasaban por el lugar, tuvieron que darse a la fuga. El francés dijo llamarse Francois y le pidió que los acompañara a su mansión para recompensarle por haberle salvado la vida. El no aceptó porque debía zarpar al día siguiente muy temprano. El francés insistió en regalarle una cadenita de oro que llevaba en la muñeca. Gran conmoción provocó ver la cadenita, en dos coroneles que participaban de la tertulia. No les cabía duda que era del sargento Bergaret. De esta anécdota se había deducido que el español que lo acompañaba era don Pedro y que ambos no habían vuelto para no tener que compartir sus riquezas con sus mujeres y descendientes.

Entusiasmado con la historia le declaré a mi mamá que ambos no habían nacido en el sur de Chile, por eso no podían sentir nostalgia por un lugar en el cual habían vivido veinte años. Ella me observó con ternura, creía que la primera versión era la más verosímil, quién iba a sobrevivir una expedición más allá de Chiloé por esos años? El bisabuelo había contado anécdotas de la guerra de la Araucanía, en la que la familia habían participado de generación en generación. Los soldados que habían llevado a cabo esta empresa habían tenido que ser también obreros, constructores, carpinteros, cuidadores de ganado, hacheros, labradores. Todo lo habían hecho con sus propias manos. La familia había contribuido a la pacificación.

Mi mamá se acordaba claramente que el bisabuelo les había resaltado que a pesar de la sangre derramada, él sentía cariño y respeto por el pueblo araucano, porque honraba a Chile y a los chilenos. Para ejemplificar contó el caso del Sargento Alfredo García, asistente de un coronel que había participado en un parlamento cerca de Toltén, en el año 1865. Aseguró que su propio padre le había mostrado una carta donde Alfredo García describía lo que les había dicho un cacique, que había hablado a los enviados del Ejército chileno que debían ocupar la zona. Quién sabe cuál habría sido el discurso textual. Lo que había dejado el recuerdo era algo así como: «Mira coronel: ves ese río caudaloso, esos bosques inmensos, ¿esos campos tranquilos? Ellos nunca han visto soldados. Aquí nuestras rucas han envejecido y las volvimos a levantar. Nuestros abuelos nunca permitieron soldados, ¿cómo quieres que nosotros lo permitamos? No, vete coronel con tus soldados, no nos humilles más tiempo pisando con ellos nuestro suelo». Al parecer esas palabras habían causado emoción y desconcierto en la delegación que tenía la orden de incorporar La Araucanía al territorio nacional. La ocupación debía hacerse. El coronel les explicó que si perdían la libertad del indígena, adquirirían la libertad de la nación, garantizada por el gobierno de Chile. Además el coronel era un hombre listo y en lugar de presentar batalla los había invitado a una fiesta que les tenía preparada. Les había dado comida y vino durante seis días sin parar. Incluso había llevado a la banda de música del Ejército, que había tocado sin cuartel hasta que los últimos mocetones habían regresado a sus campamentos a descansar del agasajo. Pausa que aprovechó el coronel para mandar construir fuertes en varios lugares, con los cuales desbarató cualquier posibilidad de rebelión, al aislar las diversas zonas del conflicto.

Le pregunté a mi mamá por qué no me había contado esas historias. Contestó que la abuela se lo tenía prohibido, porque le traía los malos recuerdos de su primer amor. Tampoco había querido que yo me enterara. Le declaré lo inverosímil que me parecía que la abuela quisiera impedir que yo conociera la historia de su familia. Mi mamá respondió que habían paradigmas que sólo Dios y la Virgen podían conocer. Pensé que la abuela nunca había recibido nada del bisabuelo ni de su parentela. En el momento más crucial de su vida no la habían apoyado, ésa podría haber sido la fuente del desprecio por recordar su memoria.

Otra de las historias que mi mamá recordaba de Alfredo García tenía que ver con su amigo y colega, el Sargento Mayor Orozimbo Barbosa, al que se le había ocurrido comunicarse con los mapuches por escrito, lo cual al principio fue rechazado por los caciques, pero luego aceptado y reconocido, de manera que muchos conflictos habían podido ser prevenidos y solucionados a tiempo. El bisabuelo había señalado que esta anécdota demostraba que leer y escribir era esencial. Al final su moraleja era que había que estudiar para ser alguien en la vida. El mismo se había puesto de ejemplo, varios de sus hermanos vivían en la ciudad como reyes y eran o habían sido abogados y médicos. El había preferido la aventura y se había quedado sin nada.

Lo único que lo había diferenciado a él de sus otros ocho hermanos, era la cantidad de mujeres y de hijos que había tenido. Según mi mamá esa había sido la fuente del orgullo que lo había hecho feliz. El bisabuelo había sido un hombre simple, «un huaso bien plantado», bonachón y bruto. Yo quería saber si mi mamá recordaba otros episodios de la Guerra de la Araucanía. Reconoció que no, aunque la mayoría de las historias que había contado entonces el bisabuelo se trataban de batallas y aventuras guerreras, pero como ella era una niña adolescente esos asuntos no le interesaban, no les había puesto demasiada atención. Además ella, a sus 60 años, había llegado a considerar que la guerra era un asunto de los hombres con cuyas anécdotas ellos se entretenían. Lamentablemente cuando había que empuñar fusiles no faltaban los hombres voluntarios y luego no faltaban los hombres que se ponían a describir y analizar los horrores cometidos.

Yo de verdad compartía su pacifismo popular y el cariño por las plantas y los animales, que con la abuela me había inculcado. Sin embargo debía reconocer que las historias bélicas me interesaban porque despertaban mi curiosidad. Cuando le iba a proponer a mi mamá que me contara algo de la familia de mi abuelo natural, apareció don Lalo (65), mi padrastro, y mi medio hermano Mauricio (25), que venían de la feria. Habían comprado las cosas que a mí me gustaban para el almuerzo.


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Por Admin

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